12 oct 2012

Respuesta a Santiago Rocangliolo


Fátima Mernissi criticaba, en El Harén de Occidente, la manera en la que los europeos habíamos convertido hasta a la última de las mujeres musulmanas, incluso a la irreductible Sherezade, en poco más que un lastimoso trozo de carne envuelto bajo un velo de sumisión y vergüenza: el mito de la mujer del harén. Eso sí, con un erotismo latente en la medida en que su brutalidad y salvajismo, tan próximos al estado de naturaleza, confieren la dimensión de infinito al universo mental del hombre onanista occidental, que proyecta en ella todas sus fantasías de dominación. Algo muy semejante pasó ya en el siglo XVI, cuando las violaciones sistemáticas a las mujeres indígenas del Nuevo Mundo se justificaban diciendo que ellas preferían sexualmente a los conquistadores europeos porque la tenían más grande. Las mujeres negras en régimen de esclavitud colonial supieron también de estos discursos y prácticas, de violaciones, vejaciones y argumentos morales fundados en la superioridad innata del hombre blanco. La lógica es sencilla: cualquier mujer es potencialmente apropiable por parte de cualquier varón (aquel mandamiento que rezaba: “no codiciarás la mujer de tu prójimo” es sólo un límite difuso en las olas embravecidas del deseo masculino, porque ya se sabe… no se le pueden poner diques al mar). Si toda mujer es apropiable, lo son mucho más aquellas que no participan de la cultura dominante, las que están culturalmente marcadas, esencialmente mermadas. Éstas, parece, han sido traídas al mundo para sublimar los instintos del varón a través de su sufrimiento y sacrificio. Mejor dicho, no es necesario ningún sacrificio puesto que no tienen proyecto vital alguno que sacrificar; ellas son el cuerpo sacrificial, ofrecidas al dios blanco a través de una disponibilidad sexual a tiempo completo y sólo lo suficientemente irreverente – salvaje - como para realizar en el verdugo sus capacidades de dominación.
La semana pasada era un peruano quien esgrimía este discurso bajo el disfraz de la peor literatura bukowskiana. Lo pudimos leer aquí en El País Semanal, y sus compatriotas en LaRepública.
“Una época salí con una musulmana. Nadie puede imaginar lo difícil que fue acostarme con ella. […] Al principio, intenté lo que todo caballero habría hecho: alcoholizarla, en espera de que el alcohol derrumbase sus defensas. No sirvió. Después de varias semanas saliendo, ante su persistente negativa, decidí cambiar de estrategia y ponerme insoportable:
–Acabarás con una burka y casada con un maltratador –le decía amargado.”
Y otras lindezas.
Su publicación no es casual, se enmarca en el proceso – cíclico, repetitivo, previsible y aburrido a más no poder, por cierto – de estigmatización del Islam por parte de los medios que, abanderados de la libertad de expresión y el laicismo estatal de corte liberal, se ensañan sin embargo con más fiereza contra el musulmán que los católicos cruzados medievales. Las caricaturas de Mahoma de Charlie Hebdo o El Jueves ilustran la polémica. Pero nosotras no entendemos, ni podemos entender, el principio de “libertad de expresión” como la acción de ofender a mil millones de musulmanes y musulmanas. Sí lo entendemos, sin embargo, como el resultado de interiorizar el discurso de los poderes occidentales, que han sabido distanciarse y hacernos distanciar inteligentemente de los procesos revolucionarios de la primavera árabe.
De alguna manera nos indigna hoy más que nunca este discurso, artículos como el de Rocangliolo. Hoy, que nuestras compañeras musulmanas nos han enseñado desde Egipto hasta Siria, que la valentía tiene cuerpo y rostro de mujer. Que la Revolución no entiende de credos ni velos. Que las mujeres son vanguardia y líderes espirituales de la liberación, organizadoras de la resistencia, agentes de pacificación.
Rocangliolo tiene al menos la decencia de acabar con sinceridad pueril su secreción pseudo-literaria: “no entendemos nada”. Ese plural mayestático, no obstante, indigna. No entienden quienes no quieren entender. No entienden aquellos para quienes la comprensión significa una pérdida de privilegios, culturales y de género; no entienden quienes prefieren refugiarse en el antagonismo y la seguridad que genera la pertenencia a una nación o un bloque cultural que, aún en el estado de decadencia en que hoy se halla, encuentra la manera de reproducir sus ficciones racistas de superioridad… aún si quien escribe es un tercermundista como Rocangliolo, paradoja que no deja de asombrarnos: Él es, en realidad, la Malinche, la mujer del harén, la negra que se acuesta con su amo. Esa mujer de su relato, sin embargo, la frígida, devota, insulsa y embaucada, es quizá hoy protagonista de uno de los capítulos más estimulantes de nuestra historia de liberación. Y decimos nuestra, porque especie humana sólo hay una y porque nos liga en lo más hondo nuestra común experiencia de mujer.

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