Fátima Mernissi criticaba, en El Harén de Occidente,
la manera en la que los europeos habíamos convertido hasta a la última
de las mujeres musulmanas, incluso a la irreductible Sherezade,
en poco más que un lastimoso trozo de carne envuelto bajo un velo de
sumisión y vergüenza: el mito de la mujer del harén. Eso sí, con un
erotismo latente en la medida en que su brutalidad y salvajismo, tan
próximos al estado de naturaleza, confieren
la dimensión de infinito al universo mental del hombre onanista
occidental, que proyecta en ella todas sus fantasías de dominación. Algo
muy semejante pasó ya en el siglo XVI, cuando las violaciones
sistemáticas a las mujeres indígenas del Nuevo Mundo se justificaban
diciendo que ellas preferían sexualmente a los conquistadores europeos porque la tenían más grande.
Las mujeres negras en régimen de esclavitud colonial supieron también
de estos discursos y prácticas, de violaciones, vejaciones y argumentos
morales
fundados en la superioridad innata del hombre blanco. La lógica es
sencilla: cualquier mujer es potencialmente apropiable por parte de
cualquier varón (aquel mandamiento que rezaba: “no codiciarás la mujer
de tu prójimo” es sólo un límite difuso en las olas
embravecidas del deseo masculino, porque ya se sabe… no se le pueden poner diques al mar).
Si toda mujer es apropiable, lo son mucho más aquellas que no
participan de la cultura dominante, las que están culturalmente
marcadas, esencialmente mermadas.
Éstas, parece, han sido traídas al mundo para sublimar los instintos del
varón a través de su sufrimiento y sacrificio. Mejor dicho, no es
necesario ningún sacrificio puesto que no tienen proyecto vital alguno
que sacrificar; ellas son el cuerpo sacrificial,
ofrecidas al dios blanco a través de una disponibilidad sexual a tiempo
completo y sólo lo suficientemente irreverente – salvaje - como para
realizar en el verdugo sus capacidades de dominación.
La semana pasada era un
peruano quien esgrimía este discurso bajo el disfraz de la peor
literatura bukowskiana. Lo pudimos leer aquí en El País Semanal, y sus
compatriotas en LaRepública.
“Una época salí con una musulmana. Nadie puede imaginar lo difícil
que fue acostarme con ella. […] Al principio, intenté lo que todo
caballero habría hecho: alcoholizarla, en espera de que el alcohol
derrumbase sus defensas. No sirvió. Después de varias
semanas saliendo, ante su persistente negativa, decidí cambiar de
estrategia y ponerme insoportable:
–Acabarás con una burka y casada con un maltratador –le decía amargado.”
Y otras lindezas.
Su publicación no es
casual, se enmarca en el proceso – cíclico, repetitivo, previsible y
aburrido a más no poder, por cierto – de estigmatización del Islam por
parte de los medios que, abanderados
de la libertad de expresión y el laicismo estatal de corte liberal, se
ensañan sin embargo con más fiereza contra el musulmán que los católicos
cruzados medievales. Las caricaturas de Mahoma de Charlie Hebdo o El Jueves
ilustran la polémica. Pero
nosotras no entendemos, ni podemos entender, el principio de “libertad
de expresión” como la acción de ofender a mil millones de musulmanes y
musulmanas. Sí lo entendemos, sin embargo, como el resultado de
interiorizar el discurso de los poderes occidentales,
que han sabido distanciarse y hacernos distanciar inteligentemente de
los procesos revolucionarios de la primavera árabe.
De alguna manera nos
indigna hoy más que nunca este discurso, artículos como el de
Rocangliolo. Hoy, que nuestras compañeras musulmanas nos han enseñado
desde Egipto hasta Siria, que la valentía
tiene cuerpo y rostro de mujer. Que la Revolución no entiende de credos
ni velos. Que las mujeres son vanguardia y líderes espirituales de la
liberación, organizadoras de la resistencia, agentes de pacificación.
Rocangliolo tiene al menos la decencia de acabar con sinceridad pueril su secreción pseudo-literaria: “no entendemos nada”.
Ese plural mayestático, no obstante, indigna. No entienden quienes
no quieren entender. No entienden aquellos para quienes la comprensión
significa una pérdida de privilegios, culturales y de género; no
entienden quienes prefieren refugiarse en el antagonismo y la seguridad
que genera la pertenencia a una nación o un bloque
cultural que, aún en el estado de decadencia en que hoy se halla,
encuentra la manera de reproducir sus ficciones racistas de
superioridad… aún si quien escribe es un tercermundista como
Rocangliolo, paradoja que no deja de asombrarnos: Él es, en realidad,
la Malinche, la mujer del harén, la negra que se acuesta con su amo. Esa
mujer de su relato, sin embargo, la frígida, devota, insulsa y
embaucada, es quizá hoy protagonista de uno de los capítulos más
estimulantes de nuestra historia de liberación. Y decimos
nuestra, porque especie humana sólo hay una y porque nos liga en lo más
hondo nuestra común experiencia de mujer.
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